El Templo del Sol

29/08/2012 13:34

 

Lima está a nivel del mar. Cuzco no. Está a 3400 metros. La consecuencia, viajando en un vuelo directo en avión de una ciudad a otra, es una suerte de garantía de padecer soroche, el mal de altura. En las primeras horas de la llegada se recomienda no esforzarse en demasía, comer frugalmente, beber con moderación y, a ser posible, no fumar. Ni caso. Opípara comida a la llegada en la que se degustó cuí, un roedor que está a medio camino del conejo y del conejillo de indias, regada con un par de botellas de tinto, y los correspondientes cigarrillos con el café. Solo padeció soroche el único que creyó en las recomendaciones. Una especie de contradictoria maldición local. Un perverso mal de Moctezuma.

Hay un pequeño hotel en la avenida del Sol. Una antigua casa colonial, que por lo que sé, ha mejorado considerablemente en todos estos años que han pasado. Aún entonces era un lugar encantador y un alojamiento ideal, a dos manzanas de la bulliciosa Plaza de Armas. Todo Cuzco parece un museo de la época colonial española. La Plaza de Armas es su ombligo. Vendedores de bisutería se alternan con otros ambulantes de jerséis de lana de alpaca:

-“Señor...pruébese...”.

No había manera, faltaba más de un palmo para que la manga me llegara a la muñeca. Al día siguiente la misma vendedora había tejido los trozos de manga que faltaban. Ante semejante voluntarismo comercial fui incapaz de negarme a comprárselo. De hecho era prácticamente confeccionado a la medida.

Pero hay y hubo más cosas en la Plaza de Armas además de todo tipo de comerciantes. Llamas que deambulan a su antojo. Creyentes que acuden a misa en la Catedral de la Virgen de la Asunción, levantada en 1539 sobre el antiguo palacio Viracocha Inca. No en vano fue también el ombligo de Tawantinsuyu, el centro del imperio Inca hasta que, en noviembre de 1553, Francisco Pizarro proclamó la conquista de la ciudad. La plaza fue testimonio y escenario, un 18 de mayo de 1781, de la ejecución pública del primer rebelde independentista de las colonias, José Gabriel Condorcanqui Noguera, Tupac Amaru II. Los españoles no escatimaron medios en el penoso espectáculo. Tras hacerle presenciar la ejecución de toda su familia le cortaron la lengua e intentaron, infructuosamente, desmembrarlo tirando de sus extremidades azuzando a cuatro caballos. Al no conseguirlo optaron por decapitarlo y descuartizarlo, tal como relató el magistrado español José Antonio de Areche.  Ya en la segunda mitad del siglo XX, el apodo del rebelde inspiró el del, también peruano MRTA, Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, y el de los Tupamaros uruguayos y venezolanos.

También se halla en Cuzco el Coricancha o Templo Dorado, antiguo Templo del Sol sobre el que se construyó el Convento de Santo Domingo y en el que se adoró a Inti, el dios del astro rey. Es impresionante la perfección con que encajan entre sí los enormes bloques de piedra sin dejar espacio ni para una cuchilla de afeitar. Del modo en el que George Remi, Hergé, encajó a Tintín y al Capitán Haddock en su aventura andina, salvo que el Templo del Sol no estaba realmente en la selva.

En las afueras, la impresionante fortaleza ceremonial de Sacsayhuaman otea la extensión de Cuzco desde el siglo XV, antes de la llegada de los españoles. Desde el aire, Sacsayhuaman perfila la silueta de un pétreo puma, guardián de lo eterno, donde la fortificación representa la cabeza de la bestia.

De la estación de ferrocarril de San Pedro, en Cuzco, parte el tren. Antes de llegar a la población de Pocoy inicia una surrealista ascensión en zigzag probablemente única en el mundo. A partir de ahí desciende hasta, una vez pasado Ollantaytambo, tomar en paralelo el curso del río Urubamba, para acabar haciendo parada en Aguas Calientes cuatro horas más tarde. Un autobús completa el trayecto, siguiendo una serpenteante carretera, hasta llegar al célebre Machu Picchu.

La ciudad inca nunca fue olvidada ni perdida. Simplemente apenas vivía nadie. No había impuestos que recaudar, ni apenas quedaba nada que saquear ni que rescatar ni que comerciar. Cuando Hiram Bingham pernoctó en sus cercanías, poco antes del “descubrimiento” de la ciudad perdida, en junio de 1911, conoció a los indios Richarte y Álvarez, quienes habían estado viviendo durante los cuatro años anteriores cultivando en algunas terrazas maíz, papas, camotes, caña de azúcar, frijoles, pimientos, tomates y grosellas. El norteamericano se sintió fascinado al encontrar las construcciones perfectamente conservadas entre la selva que, al margen de algunas de las terrazas trabajadas por los indios, estaban cubiertas de maleza entre el Huayna Picchu y el Machu Picchu. Para Bingham el paisaje que rodeaba a la ciudadela inca era comparable al de “...la sorprendente belleza de Nuuanu Pali, cerca de Honolulu, y la deliciosa vista del Koolau de Maui.” No en vano había pasado su infancia en Hawai.

Cuando recorrí las ruinas incas no había turistas. La época en que el movimiento maoísta Sendero Luminoso estaba en su apogeo no alentaba las visitas, y aún habían de transcurrir un par de años para que un triunfalista Presidente Fujimori mostrara al líder comunista Abimael Guzmán enjaulado y vestido a rayas en la prisión de la base naval de El Callao, cerca de la capital Lima.

© J.L.Nicolas