Hondartza Etxea

07.12.2018 11:19

Para Izaskun

De Menorca a Guipúzcoa hay una indeleble conexión que perdura en el tiempo, un hilo de memoria reforzado por algunas postales antiguas y los recuerdos de algunos nombres y lugares, viejos álbumes y trazos de lápiz que no acaban de borrarse.

La Playa Grande de Ciudadela apenas es una playa, es más bien una profunda cala, la cala d’es Degollador, bastante resguardada de los vientos y del trasiego de personas que queda al sur de la ciudad, un lugar que antes estaba simplemente en las afueras y que ha acabado siendo absorbido por el crecimiento urbano. Donde no había más que cantos rodados y algunos puñados de arena, presumiblemente blanca, ahora hay una acera y junto a donde hay un estrecho paseo marítimo había un espacio vacío que en el verano de 1978 ocupaban algunas tiendas de campaña, cuando aún no se ponían reparos a la acampada libre. Un recurso económico para unas vacaciones sin dinero. Mitxel, Begoña, Arrate y Alpiria ocupaban una de ellas. Nosotros, sus vecinos, trabamos una amistad que mantuvimos al dejar la isla y desembarcar en Barcelona, donde les ofrecimos alojamiento en un piso de estudiantes que teníamos alquilado cerca del Hospital de San Pablo. Solíamos acompañarlos a los alrededores de la plaza Real, al Abracadabra, un antro de la calle Nou de Sant Francesc ya desaparecido. Allí habían instalado las primeras máquinas recreativas de ping pong en una pantalla, en el interior del local no había más acomodación que un doble graderío enfrentado donde la clientela se sentaba a su parecer. En la misma plaza Real frecuentábamos el Minotauro, el Texas o el Glacial. El primero, también desaparecido, aplicaba la misma filosofía de acomodación que el Abracadabra pero en dimensiones más reducidas, como el propio local. El Texas, años más tarde convertido en el Sidecar, ofrecía música en vivo y muy frecuentemente sillas volando que la parroquia solía evitar agachando la cabeza. El Glacial aun abre sus puertas en el mismo rincón de la plaza, aunque haya mudado su clientela por turistas ávidos de cerveza que entonces se servía en jarras de litro que llamaban tanques. Unos días después Mitxel, Begoña, Arrate y Alpiria tomaban el camino de retorno a Zarautz.

En abril del año siguiente, 1979, una semana después de haber estado de nuevo en Ciudadela, viajamos en motocicleta, o por lo menos lo intentamos, a Zarautz. Cargamos la moto, una Ducati 250 de segunda mano, con las mochilas y otros bártulos y dejamos atrás Barcelona. Decidimos tomar la ruta que atraviesa el sur de Francia entre los dos mares, así que la carretera nos llevó hasta la aduana de La Junquera cuando aún la identificación en el paso de la frontera era un trámite ineludible. Pasado Perpiñán tomamos hacia la izquierda por la D117, la que pasa por Estagel y se dirige hacia Quillan, Foix, Saint Girons y Tarbes… donde la motocicleta concluyó su periplo. A la salida de Tarbes, por la antigua carretera, hay una larga recta en dirección a Pau. No circulaba nadie y la motocicleta probablemente lo hacía a unos cien km/h cuando repentinamente apareció saliendo de un camino a la derecha un turismo dubitativo. No se sabía si iba a acelerar para incorporarse a la vía o retroceder para dejar el paso libre. No hizo ni una cosa ni la otra, se quedó en medio mientras el piloto de la motocicleta esperaba alguna reacción. El tiempo pareció congelarse a partir del momento en que el neumático delantero se estrellaba contra el panel lateral izquierdo del frontal del vehículo. Sentí mi espalda comprimir armoniosamente la chapa de la tapa del capó al tiempo que la parte trasera del casco se partía ligeramente durante el mismo impacto. El vuelo continuó hacia adelante, de nuevo en el aire veía pasar el asfalto mientras me iba acercando progresivamente a él. Primero debió de ser todo el cuerpo, sin que pueda precisar concretamente que parte se adelantó, luego llegaron las puntas de los dedos de ambas manos, que, aunque protegidas por los guantes, acusaron la violencia del golpe. Finalmente crujió la visera del casco, partiéndose por la mitad. Mi compañero, el piloto, voló unos cincuenta metros hasta rebotar contra la rueda de un tractor estacionado cerca del camino. La siguiente fase de consciencia fue la de percibir mi desconocimiento del idioma, alguien me estaba preguntando por mi estado: - Ça va? Tu vas bien? Desde el suelo tan solo atiné a responder contradictoriamente: - Moi je ne sais pas, je ne parle pas français!  Alguien que llegó más tarde preguntó por los ocupantes de la motocicleta. Esta quedó completamente inutilizada con la horquilla doblada hacia el cuadro y la rueda desfigurada como si un gigante hubiese arrugado un papel con la mano y lo hubiera desechado.

En Pau abordamos un tren en dirección a Irún, donde, de noche, la policía de aduanas pareció mofarse al vernos con los cascos y las herramientas pero sin moto. La mañana siguiente concluimos el trayecto que quedaba hasta San Sebastián y Zarautz. Por alguna razón que no recuerdo el piloto decidió regresar casi de inmediato. Mientras, me reencontré con Mitxel, Begoña, Arrate y Alpiria, conocí a Frantsis y a otros amigos. Mitxel me acogió en su casa, Hondartza Etxea, la casa de la playa. Una casona solida de dos pisos que estaba situada en la parte oriental de la población y, como su nombre indicaba, casi frente a la playa. Junto al comedor, en una pequeña salita había un plegatín donde me acomode. Solíamos comer en la cocina, cerca de un ventanal que daba a los huertos vecinos. Después de la comida, invariablemente, jugábamos a cartas. Mitxel y su hermana eran recriminados por la madre cuando hablaban entre ellos en euskera durante el transcurso de la partida. No quería que el catalán creyera que le estaban haciendo trampas. Luego íbamos al cine Modelo, en Zigordia Kalea, a hacer la siesta. Era barato y los sillones cómodos. Y de allí a tomar algunos zuritos pasando primero por alguna tienda donde Mitxel trataba de enseñarme como se decían en euskera los objetos que me iba mostrando. No recuerdo ningún nombre. En la taberna se enzarzaban en discusiones en las que yo simplemente afirmaba o negaba: bai, bai o ez, ez, sin saber siquiera de que estaban hablando. Solo era necesario fijarse en la expresión de los rostros o en el énfasis que ponían en la conversación y sonreír. Otro día fuimos con las chicas andando hacia Guetaria, su puerto, su ratón y el Mayflower.

Llegado el momento puse el dedo en dirección a la carretera. De allí a Pamplona, Zaragoza y Barcelona. En alguna parte sonaba Homeward Bound, de Simon & Garfunkel.

En julio de 1980 todo un grupo de gente amanecimos en Pamplona, aún no habíamos leído Fiesta, de Ernest Hemingway, pero estábamos allí para eso. Exhaustos tras tanta fiesta fuimos unos días a Zarautz. Allí estaban Mitxel, Begoña, Arrate y Alpiria para acogernos.

Hay algunas diapositivas y fotografías de un paseo de mañana por la playa, la más extensa de toda Guipúzcoa, una playa que prácticamente desaparecía con la marea alta y que parecía extenderse hacia el horizonte cuando esta bajaba, un fenómeno inusual en el Mediterráneo. Una playa con reflejos de nubes tormentosas en un cielo de color gris perla sobre los charcos que se formaban en la arena, donde Sorolla había retratado a su familia a principios del siglo XX. Las huellas de las pisadas llevaban hacia Mollarri, un antiguo almacén de mineral. En sus buenos tiempos, a principios del siglo XX, unas vagonetas voladizas cargaban en las minas de Andazarrate y once quilómetros más allá vertían su carga en los barcos que fondeaban en el amarradero del islote. Veníamos a descansar y acabamos más agotados. Recogimos las cosas, nos despedimos de Mitxel, Begoña, Arrate y Alpiria y nos dispersamos, unos hacia Barcelona, otros hacia Madrid, donde empezaban otras historias.

Con el tiempo encontré la ampliación de una fotografía en blanco y negro de la casa de la playa, de Ondartza Etxea. Parece que entonces se escribía sin H.

© J.L.Nicolas

 

 Ver más fotografías