Un trozo de muro
Antes del 9 de noviembre de 1989, día en que se abrió la frontera entre la República Federal y la República Democrática de Alemania, nadie hubiera creído nunca que el muro de Berlín pudiera ser puesto a la venta. Años después de la desaparición de los ciento cincuenta y cinco quilómetros de barrera de hormigón que separó la actual capital alemana durante casi tres décadas, apenas queda nada que ofrecer.
El muro fue desmantelado prácticamente en su totalidad, a excepción de algunos tramos cerca de la Puerta de Brandemburgo, en el antiguo paso fronterizo de Friedrischstrasse y en la llamada East Side Gallery, cerca de la estación de ferrocarril de Ostbahnhof. Se conservaron para preservar la memoria y en ellos se hallan algunos de los grafitis más representativos de la época: el beso de Krushev y Honecker o el Trabant atravesando el muro. En el perímetro que ocupó se puede reseguir la doble hilera de adoquines que marca su antigua ubicación.
Hay fragmentos del muro, que fueron donados por el municipio berlinés, repartidos por todo el mundo; desde la sede del Parlamento Europeo en Bruselas, a la sede de la Naciones Unidas en Nueva York, en el Vaticano, en el Santuario de la Virgen de Fátima, o en el Parque de Berlín, en Chamartín, Madrid. Incluso un año después del desmantelamiento de la muralla, ochenta y un bloques, de tres metros sesenta por metro veinte, se subastaron en Montecarlo. Además de estos pedazos de grandes dimensiones, una infinidad de pequeños fragmentos siguen en venta aún en la actualidad. Anuncios cómo estos: Berlin Wall for Sale, Buy pieces of the Berlin Wall, Authentic piece of the Berlin Wall- Certificate of Authenticity, Berlin Wall in pieces across the USA… se encuentran con facilidad en Internet. Treinta años más tarde la autenticidad o no de un pequeño pedazo de cemento con restos de pintura puede ser cuestionable.
Sin embargo, durante los primeros meses tras la caída del muro, este se convirtió en una inesperada fuente de ingresos para algunos berlineses del este. El futuro destino de la mole de hormigón ya se intuía sobre las aceras de la céntrica Kurfüsterdamm en improvisados tenderetes que exhibían pedacitos de todos los colores y de todas las medidas. Pero lo que se podía encontrar en la Ku-Damm no era más que una pequeña muestra del escenario casi surrealista que se creó en Postdammer Platz o en Eberstrasse. El auténtico mercadillo se instaló junto a la fuente de la materia prima: el propio muro.
El domingo se convertía en la jornada de máxima actividad. En su asueto, algunos ciudadanos del este, que se ganaron el apodo de Mauerspechten, carpinteros del muro, se desplazaban hasta el oeste con las herramientas imprescindibles para picar, extraían los pedazos que consideraban suficientes para vender a lo largo del día e improvisaban su comercio, a menudo sobre el capó de su propio Trabi. En ese momento por 50 pfennings, veinticinco céntimos de euro, era posible adquirir una piedrecita de poco más de dos centímetros cuadrados, las mayores se vendían a diez marcos, cinco euros. Entre ambos precios existía una insospechada gama de ofertas y de modos de presentar un pedazo de hormigón pintado. Desde la Puerta de Brandemburgo hasta el Reichstag, las inmediaciones de la muralla acogían decenas de puestos ambulantes que ponían a la venta el muro en porciones, acompañadas a menudo de un certificado de autenticidad que avalaba el propio recolector. Bisutería diversa con su correspondiente fragmento de grafiti, piedras acompañadas de una postal conmemorativa del 9 de noviembre. Y si no se tenía la suficiente confianza en los certificados y uno quería arrancar por sí mismo un trozo del histórico souvenir también era posible alquilar por menos de un marco los instrumentos necesarios: un martillo, una escarpa, e incluso unos guantes. En los sitios donde el muro estaba más deteriorado y solo quedaban grafitis en las partes más altas también era posible alquilar una escalera para facilitar la labor y no quedarse en las manos con un mero trozo de cemento incoloro. Tampoco era extraño que zonas donde el hormigón ya había quedado desprovisto de las pinturas murales y por tanto sin color, el pulverizador actuara nuevamente para colorear los futuros recuerdos.
Aunque en ese momento era prácticamente indudable su autenticidad ya que, obviamente, era más fácil conseguir un pedacito de historia in situ que en cualquier otro lugar, hoy en día el hecho de que los tramos de muro que restan en pie estén protegidos cómo monumento ha frenado la proliferación de souvenirs de cemento. Estos se han convertido en una curiosidad más o menos escasa, e incluso pequeñas piezas vendidas como pisapapeles, pueden llegar a costar hasta cincuenta euros. Se acabaron las rebajas.
© J.L.Nicolas