Αθήνα, Atenas!
“¡Ay Solón, Solón! Los griegos siempre sois niños, no hay un griego viejo.” Estas palabras las pronunció un anciano sacerdote de la ciudad de Saís, en el delta del Nilo a uno de los siete sabios de Grecia seis siglos antes de Cristo. Veintiséis siglos después, en la vorágine de la moderna capital griega, apenas nadie recuerda a Solón, menos aún al de Sais.
El sacerdote egipcio recriminaba a los helenos que fueran incapaces de recordar su historia y sus tradiciones, muy a pesar de los argumentos esgrimidos por Solón recordando los hechos más antiguos, la llegada del primer hombre, Foreneo, hijo del dios Inaco y de una Ninfa y de cómo evolucionó la vida tras el diluvio. El de Saís tuvo que recordarle a Solón, que había llovido más veces y más diluvios y más destrucciones y reconstrucciones terrenales habían acaecido en este mundo, como la de la Atlántida. Le instruyó en la filosofía que impulsó el gobierno de la isla occidental y de cómo el tiempo causó su desgracia y su derrota ante los propios griegos. Un par de siglos más tarde Platón recogió en sus diálogos Timeo y Critias las informaciones recibidas por Solón.
Los diálogos, en los que hace intervenir a Sócrates, Hermócrates y a los mismos Timeo y Critias se desarrollaron en el ágora ateniense, no muy lejos de la Acrópolis, hoy un hervidero de turistas. Alrededor se extendió la antigua polis griega que perdió su empuje y parte de su grandeza tras la caída del Imperio Romano de Oriente. Ya en tiempos de Bizancio, Atenas se vio convertida en una apartada urbe de provincias que no mejoró tras el paso de normandos, venecianos, catalanes y turcos. Con la independencia la ciudad recuperó la capitalidad, ahora del nuevo estado europeo, y empezó a desbordarse, primero hacia las actuales plazas Syntagma y Omonia, luego, más allá, como si el Ática no tuviera límites. Desde la ventanilla del avión, cuando este inicia el descenso hacia el moderno aeropuerto que lleva el nombre del padre de la nueva patria Elefterios Venizolos, Atenas aparece como una interminable mancha blanca que ocupa el territorio avanzando en todas direcciones, salvo por el sur, donde está el puerto de el Pireo y el mar, que limita sus ansias de crecimiento. Atenas no es Grecia, pero toda Grecia está en Atenas, particularmente la Grecia insular que, cuando acaba la temporada de verano y se retiran los turistas, envía de vuelta a todos aquellos que ya no tienen trabajo en las islas.
Una marabunta de peatones entra y sale de la estación de Monastiraki, algunos paran en los tenderetes de coco y de cacahuetes, otros descansan sus pies a la sombra de la antigua mezquita antes de adentrarse en las calles peatonales que rodean la antigua Ágora Romana, aunque probablemente sea preferible ocupar alguna de las innumerables terrazas que se extienden a lo largo de la calle. Una de ellas es peculiar, situada frente al templo de Ares. Lo es porque curiosamente para la zona la clientela es local, algunos de ellos desplazan mecánicamente las cuentas de sus komboloi, rosarios, entre los dedos índice y pulgar. El ouzo fluye hacia las mesas con la misma presteza que lo hace el frappé, el café helado que toman tanto en verano como en invierno. Otro buen lugar donde hacer un alto, a ser posible vespertino, son los cafés que están al final de la calle Tripodon, junto al monumento a Lysicrates. Desde aquí las vistas nocturnas de la Acrópolis son espectaculares.
El antiguo nombre de la ciudad se formuló en plural, quizás porque eran varias las ciudades que se forjaron en torno a la Acrópolis. Un plural que no se ha perdido, ni en el nombre ni en las características de todas aquellas Grecias que pueblan la moderna metrópolis helena.
© J.L.Nicolas
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