A Orillas del Nilo

11.02.2013 18:45
Me imagino a Naguib Mafuz sentado en una mesa del café Fishawa. Su cigarrillo entre los dedos. Hojeando sus notas. Un poco más hacia allá y a la derecha su café. De cuando en cuando levanta la cabeza y examina sus pensamientos entre sus recuerdos. Un camarero, atento, le renueva el cenicero. Mafuz baja la cabeza y repasa sus notas, tras una bocanada de su Kent a medio consumir. Una escena probablemente común antes del atentado en el que un descerebrado lesionó su cuello y su mano con un cuchillo en su café favorito de Jan al Jalili.

Casi un par de milenios antes de que Mafuz se sentara en su mesa del Fishawa, Roma estableció un poco más al sur, a orillas del Nilo, una fortificación a la que llamó Babilonia, quizás plagiando a la ciudad acadia de Mesopotamia. El puesto romano tampoco quedaba excesivamente lejos de Menfis, antigua capital del Bajo Egipto. El primer embate musulmán, pocos años después de la hégira, se construyó un asentamiento al que se llamó Fustat, al que seguirían Al Askar, un campamento militar, y Al Qatta’i, base de Ibn Tulun, antes de que los fatimíes fundaran, en lo que sería una amalgama de todos los anteriores Al Qahira, la Victoriosa.

También han llamado a El Cairo Umm al Daria, la madre de las ciudades. El apelativo quizás no esté apoyado en su antigüedad, sino en sus dimensiones. La ciudad del Nilo es la mayor del mundo árabe y de África. Unos veinte millones de almas se hacinan a ambas orillas del rio. Cuando apenas han dejado de sonar los eternos cláxones de los vehículos a altas horas de la noche, vuelven a sonar con las primeras luces del alba. El tráfico es un infierno. Cruzar una calle cerca de Meidan Tahrir, en el centro, es una cuestión de ignorancia y de fe. Hay que ignorar a los vehículos y creer firmemente en llegar a salvo a la otra acera. Aún así la megalópolis egipcia no deja indiferente a nadie, es una cuestión de extremos, se odia o se ama.

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© J.L.Nicolas

 

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