Los Espectáculos del Imperio

19.12.2016 16:07

Los ciudadanos de la antigua Roma eran aficionados a los espectáculos públicos que salvo en algunos detalles poco difieren a los que hoy se ofrecen en campos de futbol, palacios de deportes o cosos taurinos. En tiempos del Imperio decenas de miles de espectadores llenaban recintos donde presenciaban carreras, luchas o funciones dramáticas. El poeta Décimo Julio Juvenal lo resumió afirmando que los romanos tan solo deseaban dos cosas: panem et circenses, pan y circo. Nada ha cambiado.

Inicialmente las instalaciones se montaban provisionalmente para cada espectáculo ensamblando entarimados y graderíos de madera que, una vez finalizada la función o el festival, se desmantelaban. El primer recinto hecho con piedra con el propósito de disponer de unas instalaciones permanentes se construyó en Roma cincuenta años antes de nuestra era, en tiempos de Cneo Pompeyo Magno.

En los teatros, herederos de la estructura arquitectónica de los escenarios griegos, se interpretaban espectáculos menos violentos, obras de autores clásicos helenos o latinos: Livio Andrónico, Ennio, Plauto, Terencio o Séneca, aunque el público romano tenía preferencia por obras más ligeras, géneros burlescos, mimos y pantomimas. El teatro romano se caracterizaba por la complejidad del espacio donde se representaba la acción. Al margen de la cávea, las gradas para sentar al público, y a diferencia de los teatros griegos, el scaenae frons solía ser construido de piedra como si se tratara de la fachada de un edificio y frente a este había el porticus post scaenam, un pórtico con columnas junto al púlpito por donde se movían los actores.

Algunos de estos recintos han llegado en buenas condiciones hasta nuestros días y como los anfiteatros han encontrado continuidad en sus funciones. Quizás los mejores ejemplos se hallen en el teatro de Emérita Augusta, Mérida, o el de Orange, en la Provenza, de este último el rey Luis XIV dijo que C’est la plus belle muraille de mon royaume. En Roma se ha conservado cerca del Tíber el Teatro de Marcelo, dedicado por el emperador Augusto a su sobrino Marco Claudio Marcelo, fallecido prematuramente a los diecinueve años. En Verona el teatro se halla prácticamente junto al curso del Adigio y su gradería es un buen otero sobre la ciudad. Casi entremezclado con el teatro está el Museo Arqueológico que exhibe muchas piezas y estatuas descubiertas en el lugar. Del de la antigua Tarraco quedan tan solo algunas ruinas. El de Cesar Augusta, Zaragoza, fue hallado en el curso de unas obras en 1972, despejado el espacio se ha añadido un museo municipal y una estructura que cubre las gradas y la escena para protegerlas. En mejor estado, a pesar de que poco más que las gradas no ha quedado están los de Pollentia en Mallorca o el de Baelo Claudia en Cádiz. En la misma ciudad de Cádiz, a dos pasos de la Catedral Nueva y en el barrio del Pópolo, fue descubierta la cávea en unas excavaciones que se realizaron en 1980. Treinta años antes había sido descubierto el de Málaga, al pie de la Alcazaba árabe. No muy lejos, en la Serranía de Ronda, el Teatro de Acinipo, en la antigua ciudad amurallada, conserva el alzado del proscenio y las graderías que fueron excavadas en la piedra aprovechando la inclinación del terreno, hecho que era bastante común en el momento de seleccionar una ubicación adecuada.  

El circo romano fue la expresión superlativa de estas instalaciones de ocio. Inspirados en los hipódromos griegos, los circos disponían de un largo circuito donde desarrollar las competiciones de caballos y de carros. Los aurigas solían competir en carreras de bigas o cuadrigas, tiradas por dos o cuatro caballos y habían llegado a ser considerados auténticos héroes. Eran conocidos por sus nombres como hoy lo son los deportistas de élite, como Gaius Appuleius Diocles, un auriga lusitano que compitió a inicios del siglo II en el Circus Maximus de Roma. En veinticuatro años obtuvo 1462 victorias sobre cuadrigas y más de tres mil sobre tiros diversos. Los animales también podían llegar a ser famosos, se conserva la memoria de un caballo oportunamente llamado Víctor el cual llegó antes a la meta que sus oponentes en 429 ocasiones. La arena estaba dividida por una spina, un muro bajo destinado a separar los dos sentidos de circulación en la pista y que solía estar decorado con estatuas y en algunos casos con obeliscos importados de Egipto. Uno de sus extremos era  curvo para facilitar el giro a la spina. En el otro estaban las carceres, punto donde el editor muneris daba la señal de salida y la meta. La competición estaba cargada de simbología: la arena representaba a la tierra y los carros al sol. Las carreras debían completar siete vueltas que correspondían a los sietes días de la semana. A cada una de las cuatro escuadras o equipos participantes se les asignaba un color correspondiente a cada una de las estaciones del año y cada equipo estaba compuesto por tres carros sumando un total de doce en función de los signos del zodíaco. En el hipódromo de Constantinopla los colores acabaron relacionados con facciones políticas que en ocasiones llevaron a violentos enfrentamientos, los más graves fueron los disturbios de Niká, alrededor de la residencia del emperador Justiniano, en el año 532.

 

© J.L.Nicolas

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